Las armas del alba, por Carlos Montemayor

CAPÍTULO PRIMERO
(23 de septiembre de 1965. Madera, sierra de Chihuahua).
—Con el primer disparo —le ordenó Arturo Gámiz—, haz blanco en el foco. Será la señal para que ataquemos.
Ramón Mendoza miró la primera barraca del cuartel. Del marco de la puerta pendía un foco encendido.
—Y que nadie salga vivo de aquella trinchera.
Arturo comprobó la hora: cinco cuarenta de la mañana. La oscuridad era muy densa aún. Ramón Mendoza se situó en su puesto. Salomón Gaytán y Arturo Gámiz avanzaron por el terraplén hacia una especie de muro que se elevaba ligeramente junto a la vía del ferrocarril. Ramón apuntó hacia el foco; mientras cubría la mira con el grano del revólver sintió que estaba a muy corta distancia. Se volvió a mirar hacia atrás; por un momento vio el quieto brillo de las aguas en la laguna. Revisó la puerta de salida y la trinchera que debía mantener bajo control. Volvió a apuntar y disparó. El foco estalló, y como un eco del tiro comenzó a escuchar las detonaciones provenientes de los sitios donde sus compañeros se habían apostado para atacar las barracas del cuartel. Cuatro en la Casa Redonda: Florencio Lugo y Lupito Escóbel, Martínez Valdivia y Óscar Sandoval; cuatro entre la iglesia y la escuela: Pablo Gómez, Antonio Escóbel, Miguel Quiñones y Emilio Gámiz. Paco Ornelas solo, por la casa de Pacheco. Y tres ahí, en el terraplén de la vía del ferrocarril. Escuchó los primeros estallidos de granadas y bombillos de dinamita que arrojaron Arturo Gámiz y Salomón Gaytán. Le sorprendió sentir un súbito silencio en las dos barracas del cuartel, como si se hubiera detenido el tiempo y los tiros tardaran en ser reconocidos. Enfundó el revólver y preparó el fusil. Vio aparecer una sombra en la zanja: el primer soldado. […] Fuente: Carlos Montemayor. Las armas del alba. México: Joaquín Mortiz, 2003.
